Friso
Friso
Friso
Friso

14 XI 2021. LIEBRE Y PERDICES JUEGAN ROJAS Y GANAN

14 XI 2021. LIEBRE Y PERDICES JUEGAN ROJAS Y GANAN

Al igual que sucede con muchos deportistas, raro es el cazador que no tiene alguna que otra superstición, o no cumple determinados rituales previos en los que, convencido de su eficacia, deposita esperanzas de actos futuros. Sea besar la imagen del escapulario antes de cada partido; colocar meticulosamente en fila los Aquarius, como hace Nadal en sus matches, etc..

El motivo, posiblemente, haya que buscarlo en la incertidumbre que rodea a estas prácticas, de resultado siempre incierto y en las que el azar juega un papel importante; presente siempre, tras cada decisión de depredador o presa. Azar que mediante esta clase de gestos propiciatorios buscamos poner bajo control y en situación favorable a nuestros intereses. En el fondo, hasta los refranes –y de caza hay muchos- son un intento de dotar de lógica a los sucesos basándose en observaciones recurrentes, o simples coincidencias, que nuestra mente une y relaciona como de causa/efecto.

Viene todo a colación de que, pese a poner la suerte en manos de la ventura, una vez más me han dado sopas con honda. Lo mismo el bando de la mañana, desapareciendo entre la protectora niebla, que el gruppetto del mediodía tragado por el sol tras el juego de espejos de sus alas que las delató. Tres vuelos y las que comenzaron siendo ocho se convirtieron en dos. El resto, vaya Vd. a saber…

Durante la jornada de ayer viví dos momentos típicos de cuanto digo relativo a lo divino que rige nuestros destinos. Me autoconvencía de que determinados signos conducían las perdices. No crean que desvarío si les confieso que, durante un buen rato, persiguiéndolas, seguí el trazado de un arco iris, seguro de que indicaba la dirección de su huida. Y créanme que coincidía. Después, en la adrenalina de los calientes, lo olvidé. En ese fugaz instante, desapareció el signo. ¡Y ellas, también! Permitan que el segundo momento se lo cuente al final del relato.
Otro posible título que acudía a mi mente presentando candidatura a encabezar este relato, dadas las sensaciones que vivía mientras faenaba esta mañana, iba en la misma línea, motivado por lo penoso de alcanzarlas: “GANARAS EL PAN DE LA PERDIZ CON EL SUDOR DE LA CERVIX”. ¡Qué distintas de las codornices ofrecidas como regalo por Yahvé a los hebreos! Aunque bien mirado, se las brindó cuando estaban igual de exhaustos que los cazadores, luego de cruzar nada menos que el infame desierto del Negueb en busca de la tierra de vergeles prometida.

 

Comencemos. Las fotos del acotado este amanecer han sido de película de misterio. La que parecía iba a ser una niebla normal que los primeros rayos diluirían con prontitud, se ha convertido en un persistente manto, frio y húmedo, que no ha rendido plaza hasta las 10.30 en los altos. He tenido que cambiar el plan inicial de cazar en los bajos de Aliud, por situarse cerca del Rituerto y ser siempre más densa ahí.

Para variar, imaginen quiénes estaban aparcados arriba cuando he llegado a las 8.30. ¡Los mismos! Sí, lo han adivinado: Gustav y El Guanche. Y han sido ellos los primeros en encontrar recompensa. Desconozco cuál. Pero si yo he avistado el bando a los veinte minutos, soleándose en la misma ladera del domingo pasado, ellos a los diez. Cuatro estampidos quedos lo han anunciado. Desde luego, forman un buen tándem. El mío se ha roto de momento. Lo he disuelto, más exactamente. Estoy prefiriendo cazar sólo, aunque sea peor cara a abatir patirrojas.

Pese al buen trabajo de Mambo, detectándolas próximas una y otra vez, no hemos tenido opción. Usaban la niebla de escudo protector. Debíamos tenerlas a escasos cincuenta metros sin que se levantaran. En una hora, el regañon ha arrastrado la sábana desde el valle hasta las lomas. La mañana se ha vuelto de fortuna para ellas. No se veía a un palmo y he decidido regresar al coche a dar cuenta del primer amarretako. Hacerlo y comenzar a limpiarse las laderas ha sido todo uno. Así que, al poco, estaba de nuevo en acción y comprobando que los calientes de Mambo habían sido precisos. Varias perdices se han levantado largas donde las marcó a la venida turbia.

En días fríos y ventosos, estas mamblas son querenciosas de liebre por las muchas hondonadas de abrigo que ofrecen en los aledaños alimentarios de la mata de monte. Como quiera que la noche del viernes al sábado sufrí una leve arritmia, había decidido seguir el consejo médico de no forzarme y cazar tranquilo. Ello hacía que me detuviera a revisar pequeños herbazales, zarzas o pinachos, más de lo que acostumbro. Sobre todo, en los lugares donde temporadas pasadas saltaron cuadrúpedas.

Y justo. En uno de ellos hemos ido a toparnos de bruces con una hermosa rubia que se le ha arrancado al Epagneul de los morros, saliendo disparada ratoneándole entre las patas, conmigo de testigo. Tan juntos y a la carrera ambos, que no podía disparar por miedo a herir al can. Viendo que el tapado era inminente, he optado por ladear el disparo probando la suerte de dañarla con algún perdigón sin tocar a Mambo, dado que, al tenerlos a diez metros, no daría tiempo a que el tiro se abriera, máxime con los pedazo de cartuchos de sexta que llevaba. Pero he sido imprudente. Demasiado riesgo. Aunque la diosa de la fortuna ha sonreído mi argucia y la he trompicado. El can, tan indemne como fiero, la ha embocado con presteza entre los chillidos del infeliz animal.

De nuevo, en mi cabeza, los demonios morales de matar haciendo sufrir. Creía que los plomos, junto a la dentellada aprisionante del perro, bastarían para extinguirla, pero he tenido que desnucarla a fin de acortar su agonía. Es una liebre hermosa. Ya hecha. Posiblemente, del año. Con sentimientos contradictorios de compasión y alegría por la captura, he acariciado su lomo pidiéndole perdón por quitarle la vida. La piedad del asesino. Esta clase de remordimientos me acompañan desde niño, sin que aprenda a gestionarlos libre de culpa. No sé si a otros cazadores les pasa lo que a mí. Me reconforta haber leído que los indios de las praderas norteamericanas, y otras culturas indígenas esparcidas por el mundo, cumplimentan un ritual de desagravio parecido. Creo que en Hungría y Alemania aún se salmodia con estos fines la muerte de cada jabalí, venados o corzos, tras las monterías, pasándoles una ramita de laurel o romero por la frente. Encuentro importante que los humanos mantengamos respeto por los animales que sacrificamos. Detesto el maltrato y lo reprendo cada vez que lo veo. ¡No son cosas! Y, añadidamente, me impongo comer siempre lo que cazo o asegurarme de regalárselo a quien lo sabe apreciar y degustar.

Eran las 11.30. Previendo que el cansancio llegaría tan pronto como, cuesta a cuesta, nuestros organismos metabolizaran las vituallas ingeridas, una vez que avino el silencio de las especies, resolví darme la vuelta y descargarme de peso. Cosa que logre a las 12.30.

La mañana era ya esplendorosa, con la brillante luz otoñada de Castilla reinando sobre la estepa. Los lectores conocen que amo estas inmensidades luminosas, carente hasta de postes de electricidad. Lugares ausentes de casi todo en los que algunos humanos nos reencontramos con la parte más irracional de nosotros mismos; dedicada solo, en esos momentos trascendentes, a una actividad, sencillamente silvestre o salvaje, que causa cierto rubor confesar o reconocer como propia. Dejo para otra ocasión profundizar en el fenómeno que los psicólogos transpersonales denominan “integrar la sombra de lo que también somos”; sin lo cual, ninguna persona consigue alcanzar la relativa y escasa armonía existencial que es posible tener en este desigual mundo, como tristemente tuvieron que reconocer los hippies viendo lo imposible y precario de lograr realizar su tan loable como utópica máxima: “Haz el amor y no la guerra”. La violencia no tardó en infectar sus comunas.

Mas no quiero distraerme de lo que ahora nos ocupa. La segunda parte del día de caza de ayer. Serían las 13 horas para cuando dimos cuenta del siguiente almuerzo. Compartí con Mambo algunos alimentos sin cargar en demasía ninguno de los dos estómagos, a fin de afrontar el nuevo envite con cuerpos ligeros. Otra de las ventajas de la caza. Esculpir figuras macizas y sanas, que la salud y las mujeres agradecen.

Con el cielo descampado pude, por fin, acercarme al pinarcillo del amor que Vds. ya conocen por la foto inserta en el relato anterior, con la mala intención de hacerme con alguna de las royas nacidas en sus contornos, y con la liebre súper sónica que no consintió en ser encarada. Lejos estaba de suponer que las patirrojas y yo íbamos a jugar fuerte a la ruleta en este particular casino natural. La apuesta ya la conocen: Ficha Negra, gano yo. Rojas, ganan ellas.

Las piernas y patas del tándem de cazadores aspeadas, las alas de las presas, descansadas. Nadie las había molestado. Es lo que tienen estos vastos cotos sorianos, escasos tantos de unos como de otras. Según mis cálculos, se cosecha un promedio de una perdiz cada 40 hectáreas. Es parte del desafío y de su atractivo. Aguzando al máximo los instintos, revisamos, con detalle que rayaba lo escrupuloso, cada lar que nuestros sentidos presumían factible de ocultar piezas. 75 hectáreas de silencio nos respondían. Ni siquiera el astuto meneo que, de víspera, habíamos dado el can y este insensato sesentón al atardecer al gran pinar contiguo, trajo hasta aquí algún animal cazable hoy. Por supuesto que la pretendida liebre, si estaba, no se dejó intimidar. Permaneció amagada.
Sobre las 14.30 afronté los últimos trescientos metros de vuelta. Como casi siempre, el magnetismo de recuerdos hermosos llevó los pasos al pinarcito del amor donde tuve el antojó de hacerle fotos a mi fotogénico y vigoroso nuevo can. Al llevarme el móvil al rostro, veo que doscientos y pico metros arriba, espejean las alas recién desplegadas del bando de marras. Ocho ejemplares trasponen el montículo que da directamente a mi coche. Lo intentan hacer de forma silente y desapercibida. ¡Tiene bemoles la cosa! Sólo con haber ido al pinarcito al principio, habría dado con ellas evitándome la zurra infructuosa que me he “comido” a lo tonto. No obstante, el brillo de mis ojos compite en ese instante con el solar.

– ¡Aupa! ¡Aquí estáis de nuevo, pájaras! ¡A jugar! Clama un monstruo adicto de plumas bellas en mi interior. Confío que esta lectura no caiga en manos profanas que condenarían mi alevosía.

Las escenas que siguen son media hora de arribas y abajos, detrás de los viejos machos, que son los únicos que se dejan ver; aunque lo hagan ciento cincuenta metros por delante en poderosos vuelos. El resto, prefiere amagarse y esfumarse. Conocedor en parte de sus careos por búsquedas anteriores, consigo levantarlos en tres ocasiones, sorprendiéndome siempre las huidas que escogen, y la distancia, que jamás reducen. De cuantas componían el bando, queda visible una pareja. No sé cómo lo hacen, pero Mambo, de suyo buen olfateador, ni las siente ni presiente. Son mis ojos quienes, con ayuda de la fortuna, ven el magnífico espejear de sus lustrosas alas al alzarse en la lejanía soleada.

Venadores y presas empleamos más de una hora en dar rodeos y vuelos en torno al exangüe pinar. Un agotador juego de tapados y asomadas. La clásica estrategia de las perdices añejas, según mostró el pícaro Tragacete. En este caso, es justo al revés que el famoso caracol. Sus círculos son cada vez más amplios. Tanto que llega un momento en que el mareado soy yo. Y echo de menos la compañía del largo que he renegado y ahora posibilitaría tener alguna mínima opción. Sólo, es imposible. Si estuviera él, quizás…

Son las 15.30 hora legal límite, lo mismo que, al límite, llevo brazos y piernas. Toca rendirse. Rojas juegan y ganan. Tendrá que ser el próximo sábado; y si no, el domingo. ¡Dioses y Diosas mediante!

Josu Fernández Alcalde. 68 años. Cazador de menor en Soria. Natural de Eibar y residente en Vizcaya. Descendiente de sorianos. Sociólogo. Profesor Universitario y Escritor. Dramaturgo, poeta y ensayista. Autor del libro “Pasiones y Compasiones de un Cazador del Campo de Gómara” Cazador participante en el Documental de Caza para Trofeo y Canal Plus. (Ver en Vimeo) Perdicero vocacional. Fotógrafo aficionado.

Artículos: 9
1 Star2 Stars3 Stars4 Stars5 Stars (No Ratings Yet)
Cargando...

About The Author

Josu Fernández Alcalde. 68 años. Cazador de menor en Soria. Natural de Eibar y residente en Vizcaya. Descendiente de sorianos. Sociólogo. Profesor Universitario y Escritor. Dramaturgo, poeta y ensayista. Autor del libro “Pasiones y Compasiones de un Cazador del Campo de Gómara” Cazador participante en el Documental de Caza para Trofeo y Canal Plus. (Ver en Vimeo) Perdicero vocacional. Fotógrafo aficionado.

Artículos Relacionados