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La contrapasa de la torcaz (I)

El diecinueve de marzo (1983?) festividad de San José, fui con Pedro a Bakio. Ocupamos sendos puestos bajo pinares en una ladera del Jata, encarada a la mar, considerada línea de contrapasa para la torcaz, modalidad abierta hasta cumplir marzo. El tiempo no era propicio. Al alba soplaba del suroeste. Más tarde roló al oeste, entoldando el cielo con cirrostratos y llovió asperjado. La contrapasa estaba cortada. Por ende, el aguardo resultaba tedioso, más aún para cazadores habituados a la acción.

Lo mejor de la mañana, su amanecer, con el pujante resplandor trasmontano, que tintaba un cielo rosáceo, sobre un panorama pincelado en verde y azul; montes y mar, con la perla de San Juan de Gaztelugatxe a la vista.

A mediodía dos disparos sobresaltaron la quietud. Fue Pedro, pues estábamos solos. No había visto una paloma en toda la mañana. Atisbé, pero no vi pájaro. Poco después fui a su puesto, con ánimo de plantearle la retirada. Pegamos la hebra. Vimos en la distancia una figura humana traspareciendo entre los matorrales que bordean la carretera. Advertimos su comportamiento anómalo; arma desenfundada, moviéndose cautelosamente agazapado por la carretera, considerada zona de seguridad.  Nos preguntamos qué haría aquel sujeto allí, de aquella guisa.
 
Al rato, las ovejas, que pastaban apaciblemente en un prado toda la mañana, corrieron alocadas. Colegimos que alguien se habría asomado por el talud que se nos ocultaba y daba a la carretera. Nos limitamos a comentar, ???Alguien anda por allí???. 
 
Íbamos a enfundar para marchar, cuando descubrimos un ser fantasmagórico uniformado entre los árboles situados arriba y a espaldas de nuestra posición. Parecía un espécimen de guardia civil. Seguido otro, poco más arriba. Abortamos la salida porque barruntamos que venían por nosotros. Apoyamos las escopetas en el pino y salimos para dejarnos ver. Venían cautelosamente, cubriéndose mutuamente en sus avances. Por fin, advirtieron que estábamos avisados y vinieron por derecho, con las armas por delante. La tamuja crepitaba bajo sus botas, rompiendo el silencio con lamento quedo. Descubrimos a un tercero, apostado junto a un almiar, el que quitó el sitio a las ovejas.
 
A medida que se aproximaban trascendía su mutación de la guardia civil. Llevaban sendas armas largas con camuflajes de tonalidades verdes y marrones. Pistola enfundada a la cintura, un cuchillo envainado al otro costado del cinto, ancho y verde, una cuerda enrollada, esposas y otros artilugios. Pantalones verdes ceñidos y con muchos bolsillos, botas negras de cuero, camisa y cazadora verdes, un pañuelo al cuello y cubrían sus cabezas con una boinita tiesa y ladeada. La cara tiznada.
 
Con tal estrambótico aspecto, venían a por nosotros en tono enemistado. Uno paró a unos veinte metros asestándonos el fusil en guardia baja, cubriendo al compañero, incluso se posicionó para que no se le interpusiera con nosotros. El otro se plantó a seis metros, igualmente asestándonos con su arma y, sin darnos los buenos días, nos exigió la documentación a secas; sin precisar.
 
Tratamos de explicarnos, pero no atendía a razones, parecía de otro mundo. Hablaba lacónico, con un acento ininteligible. Por abreviar, le entregamos nuestra documentación, personal y de caza. Se apartó para que no escuchásemos, pero oímos.

¿Quiénes son? ¡Cambio!- preguntaban al otro lado del aparato.
-Son dos cazadores ¡Cambio!
-¿De dónde son? ¡Cambio!
 
Nos tuvieron así un mal rato, dando prolijamente nuestros datos a su jefe, confirmando a cada minucia. Mientras, el otro, seguía apostado, apuntándonos con el arma, sin bajarla, ni decir palabra. Finalmente pareció que todo estaba en orden, nos devolvió la documentación y marcharon tan agrios como llegaron.
 
Conjeturamos que aquel grupo armado correspondería a los UAR, surgido del cuerpo de la Guardia Civil, de reciente creación, que, pocos días antes, anunciaron su envío al País Vasco, tal que una receta milagrera contra el terrorismo. Las siglas respondían a Unidad Antiterrorista Rural.
 
Nos portamos con mesura, conscientes de la delicada situación. Por ende, la controvertida construcción de la central nuclear estaba en el ojo del huracán y, nos hallábamos en sus proximidades.
 
Descendimos a nuestro vehículo con las escopetas enfundadas, como exige la ley en esta modalidad. Estibábamos los pertrechos, cuando llegó veloz un todo terreno, que paró fuera de un tiro de escopeta y rebulleron dos uniformados, corriendo recios hacia nosotros, armas en mano; el resto se quedaron en el vehículo. ???¡Joder que pelmas! Y ahora ¿Qué pasa? ¿Qué querrán estos…???? Nos abordaron los mismos, conminándonos a que les entregáramos las armas. Pedro y yo demandamos ¿A cuenta de qué? El que no era mudo apostilló con tiesura que según el teniente no podíamos cazar. Nosotros defendíamos que sí,… la contrapasa. Empero, ellos estaban ajenos; fuera del acento foráneo, eran parcos y esquinados, todo lo cual dificultaba la intelección Terminó diciéndonos con acrimonia que cumplían órdenes y que, si teníamos algo que alegar lo hiciéramos en el cuartel de Plentzia, que ellos marchaban allí.
 
Nada cabía refutar, su idiosincrasia no daba pié y eran gregarios. Sabedores que no habíamos infringido la ley, les entregamos las escopetas por no ir a malas, en evitación que nos despojaran de ellas con otras imputaciones. Resolvimos ir al cuartel.
 
El viejo edificio estaba atiborrado. Las decrépitas instalaciones desbordadas. La reciente adscripción del destacamento de los UAR, acrecía las precariedades; faltaba espacio y sobraba fetidez. Entramos. Nos quedamos en una encrucijada inhóspita, arrinconados contra la pared, remetidos bajo el hueco de una escalera, esperando que nos llamaran. Mientras, innumerables guardias armados pululaban, trajinando de un lado a otro, algunos imprudentemente con la metralleta oscilando del gatillo sobre el índice, con los peines alimentados. Una golpeó con estrépito contra el suelo y se desplazó a pocos pasos de nosotros. No se preocupaban hacia donde apuntaban. Exudaban inexperiencia. Temíamos algún disparo accidental.
 
La espera se hacía interminable. A través de los vanos de dos estancias contiguas, sin puertas, veíamos un nutrido avispero. Estupefactos por aquél ambiente, consultábamos los relojes, sintiéndonos relegados. Nos preocupaba la zozobra que causaría la dilación de nuestra llegada a casa, en el día del padre y de mi onomástica.
 
Repodridos, reclamamos atención. Al rato contestaron que lo harían después del cambio de guardia. Por fin se fue disipando el barullo y nos dieron paso a un cuarto con una ventanilla; del otro lado, un guardia civil, paradigmático sentado ante una mesa – retaco, añoso, cetrino y bigotudo- Aún destocado del tricornio, nos ganaba su estigma; empero, seguramente estaría más avezado y empírico en la ley de caza que los otros. Era el sargento que comandaba el puesto; confiamos que él nos solucionaría el entuerto.

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